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Obituario

Julián Torre Marroquín, el cura del Barrio que quería ser pastor

Manolo Irusta

Martes, 9 de octubre 2012, 20:24

Hace unos días murió Julián Torre Marroquín, cura del Barrio Pesquero de Santander, que entregó su vida a sus conciudadanos, que se comprometió con los más pobres y necesitados y que hubiera querido terminar sus días como pastor de ovejas en los montes de su Guriezo querido, oficio que mamó en su infancia por herencia familiar y por influencia del entorno. Estas letras pretenden convertirse en un tenue homenaje alzado sobre cuatro breves pinceladas que no pueden ser consideradas siquiera como apuntes biográficos, asunto que espera con urgencia la decisión de otros amigos suyos que disponen de una más amplia y atinada información sobre su vida.

Julián había nacido en Angostina, Angustina según pronuncian muchos guriezanos, un barrio de Guriezo incrustado en el monte Remendón, coronado por la Virgen de las Nieves, y cruzado por el río del mismo nombre que discurre a escasos metros de la casa que le vio nacer hace unos 72 años.

En los últimos años de su vida salpicada de infartos e ictus, Julián soñaba como el más utópico de los humanos con pastorear un rebaño de ovejas, alejado siquiera levemente de ese rimbombante discurso del cura pastor de almas que con tanto interés propugnaban y defienden las fuerzas vivas que arraigan en los pedestales vaticanos y sus derivados. No andaba por esos caminos Julián, sino que más bien deambulaba por los recovecos más profundos y ariscos de los seres humanos menos favorecidos por todas las fortunas, deriva que le costó más de un rapapolvo y desaire.

Viajó de niño hasta Corbán, impulsado sin duda por el ansia de conquistar un mundo mejor, y allí fue desgranando curso a curso los saberes y convivencias propias del Seminario mientras preparaba su cuerpo para golpear la pelota con fuerza en los campos de fútbol más reducidos del Seminario Menor y más tarde en el Bosque, el campo de mayor postín y amplitud, que en alguna ocasión visitaron futbolistas de Primera, del Rácing y el Laredo, por ejemplo. Regresaba en las vacaciones a su Guriezo natal donde echaba una mano y las dos al mismo tiempo en las labores del campo de su familia, segar, cavar, atasconar, y encontraba tiempo para visitar todas las romerías del valle con los muchachos de su edad, con los que en alguna ocasión midió sus fuerzas en un engarre.

En Corbán, además de leer, estudiar y hacer deporte, era uno de los responsables de montar las películas que veían en el Palomar tanto los más pequeños como sus compañeros mayores. Era un entusiasta del cine, afición que le impregnó toda su vida, así como la lectura.

Y llegó la hora de hacerse cura, el día de su ordenación sacerdotal, que no resultaba asunto baladí. Veló armas las vísperas del magnífico día esperado con dos amigos más jóvenes, estudiantes del tercer curso de Filosofía, Agustín y yo mismo, viviendo con intensidad el paso que estaba dando en su vida y vislumbrando qué representaba para él. Vino después la Primera Misa en San Vicente de la Maza de Guriezo, esa iglesia de altos vuelos arquitectónicos de la que los guriezanos nos sentimos muy orgullosos. Y llegó inmediatamente después el primer destino, Helgueras y San Pedro de las Baheras, donde arraigó hasta convertirse en un vecino más del pueblo al que iba y venía en su moto un tanto destartalada.

Le enviaron desde aquellos pueblucos próximos a los Picos de Europa, a los que tanto amó Julián, a Cartes, donde se metió hasta los tuétanos en los entresijos del mundo obrero que asomaba por entonces sus angustias y su lucha por un mundo mejor, anclado en ocasiones en una raíz netamente cristiana de la mano de la Hoac y de la JOC.

El Barrio Pesquero, los marineros y pescadores, el colegio, el instituto, la guardería y sus niños, sus chiquillos, la niña de sus ojos ya cansados, colmaron sus últimos cuarenta años de existencia, hasta la muerte. Ahí volcó todas sus ansias y sus fuerzas hasta casi desfallecer de tantos golpes que le dieron las intransigencias y una sociedad y una Iglesia nada propicias a solidarizarse y convivir con los más necesitados y los más pobres, como parece que debía desprenderse del Evangelio y repetía y demostraba con su vida Julián, el cura del Barrio Pesquero. Más de un día le sorprendimos angustiado buscando dinero para hacer frente a la marcha de los centros educativos del Barrio. No le olvidó la enfermedad, compañera de fatigas durante muchos años, disfrazada de infartos, ictus y otras menudencias. Todavía le quedó tiempo en su andadura para ultimar estudios de Historia en la Universidad, porque el conocimiento del pasado y su memoria contribuyen a no repetir tantas barbaridades como nos han sucedido.

En el camino, Julián encontró muchos amigos, unos curas, como Miguel Bravo y Alberto Pico en el propio Barrio, Jenaro Lobo, Aurelio Vigo, Chemi, Ernesto Bustio, con el que recorrió el mundo entero en busca de testimonios de compromiso con la vida y con los pobres, y también otros laicos muy cercanos, como Tomás, Ana Moro, que le ha cuidado con cariño, entusiasmo, dedicación y entereza en los últimos años de su existencia, Carmen, la dueña de la casa-refugio del Barrio, Agustín, mi mujer y mis hijos, y yo mismo, que me siento orgulloso de que en sus últimos días me recibiera en Corbán con un abrazo interminable como su hermano del alma.

Inolvidables son sus campamentos de verano que él contaba con detalle y fruición, lo mismo que sus viajes por diversos pueblos de España y su ir y venir a Guriezo, en busca del amparo de su hermana Consuelo, su segunda madre mientras se mantuvo con vida, y con la intención de amparar él mismo a su sobrino Rafa, un tanto necesitado de ayuda especial. Un día antes de su muerte rememoramos un viejo plan con el entusiasmo que le quedaba: hacer un viaje a Guriezo, a Trebuesto, a la casa de la Barrera, a mi casa, viaje que quedó truncado por ese otro viaje más definitivo que se llevó a Julián al cielo, ese cielo en el que están quienes han entregado su vida por los demás, tengan alma o no la tengan. Porque en Julián se ha demostrado que el corazón tiene sus razones que la razón no conoce, como anunció el filósofo. La utopía se ha fundido en Julián con la solidaridad, el amor y la amistad para siempre.

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