memoria de manolo
«Decir Arce implica lágrimas en los ojos y gratitud inmensa porque con él comenzó mi vida»
Ana Rodríguez de la robla
Miércoles, 20 de junio 2018, 07:16
Qué decir el día después. Esa es la cuestión cuando alguien que fue importante y entrañable para nosotros desaparece de nuestras vidas. Según van pasando ... los días, afloran los testimonios, los perfiles detallados, los homenajes. Pero nada de eso cabe en las horas subsiguientes al golpe implacable que, esperado o no, nos acomete de repente. Para mí hoy decir «Manolo Arce» implica lágrimas en los ojos y gratitud inmensa porque con él comenzó mi vida –mi vida pública, al menos– de poeta. Él fue quien entresacó mi poemario 'Reloj de agua' de entre todos los presentados al Premio José Hierro del ya lejano 1994. Ana de la Robla era entonces una veinteañera desconocida que, según supe más tarde, había logrado captar la atención de Manuel Arce al punto de colocar aquel pequeño poemario iniciático por delante de otros libros también presentados al certamen por plumas más maduras y más reconocidas. Mi llegada a la poesía fue, pues, una cuestión de fe intelectual, una mano tendida con absoluta limpieza: la mano impecable de Manolo que acogía en el delicado microcosmos literario de Cantabria a aquella joven de la que nadie tenía referencia alguna. Hacer memoria de Manolo significa recurrir a este tipo de recuerdos que, hoy, duelen en lo más hondo del alma, aunque también nos procuran consuelo. Imposible olvidar la generosidad que siempre demostró hacia los escritores jóvenes, su pasión por el arte, aquellos ojos increíblemente vivaces, su voz de indescriptible personalidad, la conversación siempre ilustradora, sus chascarrillos plenos de inteligente ironía. Igualmente imposible olvidar, por supuesto, las puertas abiertas de su casa donde se confabulaban la escritura, la hospitalidad y la bahía para tejer charlas infinitas hasta el nacer de las estrellas.; o los jurados literarios compartidos, que resultaban divertidísimos junto a él; o las presentaciones de libros mano a mano que se convertían inmediatamente en especiales. Varios tenemos que dar gracias a Manolo por todo eso, por abrirnos desinteresadamente postigos de su corazón de par en par.
Pero es que además Manolo Arce y yo teníamos algo en común: una extraña afición por los ratones, esos roedores pequeñitos con que Manolo bautizó una de las revistas más bonitas del panorama literario español de la posguerra –'La isla de los ratones', descomunal proyecto suyo–. Un día le hablé a Manolo de esa curiosa querencia mía y no se le ocurrió nada mejor que, en otro de sus arranques de generosidad, regalarme uno de los tesoros que con más cariño custodio en mi biblioteca: el famoso número 13 de 'La isla', de 1951, sin duda el más hermoso de la serie, ilustrado en color con múltiples ratones con la firma de Guinovart, Tàpies, Miró, Cossío, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Luis Felipe Vivanco, Blas de Otero, Rafael Laffón, Santos Torroella… Anoche recuperé ese número 13 en mi mesilla de noche y hoy garabateo apenas mis palabras.
Buen viaje a la isla de los ratones, los libros y los amigos que no mueren, queridísimo, admirado Manolo Arce.
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