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Juan Antonio González Fuentes, poeta santanderino, presenta su nueva obra. Roberto Ruiz

«No hay un único camino poético, nunca lo ha habido»

Juan Antonio González Fuentes | Poeta ·

Desde la necesidad, en paralelo a su intensa actividad cultural, el escritor presenta esta semana 'Los días desiertos', sus poemas en prosa de la última década

Guillermo Balbona

Santander

Domingo, 7 de julio 2019, 17:06

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Hay una constancia, un empeño en la palabra que ha marcado la trayectoria de uno de los poetas mayores de la generación de la transición hacia el nuevo siglo en Cantabria. Juan Antonio González Fuentes (Santander, 1964) describe de manera diáfana su vínculo creativo con la escritura: «En poesía no se llega, solo se continúa, se da un paso detrás de otro». Recientemente ha visto la luz 'Los días desiertos' (Renacimiento), otro paso hasta un oasis de poesía sobre la aridez de los tiempos. El libro, que será presentado el próximo jueves en la librería Gil, devuelve su voz tras un falso paréntesis de una década, en el que el autor de 'La lengua ciega' responde a su necesidad de escribir con serena e intensa capacidad de búsqueda.

–¿Cuáles son 'los días desiertos' de su escritura?

–Aquellos que hay que vivir, transitar y sufrir para que el poema brote, se haga y se deshaga, emprenda un camino, se detenga, y continúe por la misma senda emprendida o por otra que al comienzo ni siquiera se vislumbraba. También son aquellos días en los que el interior del poema te pide que lo abandones, que lo dejes en el punto al que has conseguido llegar. Creo que, en general, la escritura poética puede asemejarse a una larga caminata por un desierto sin comienzo ni final: siempre sediento, siempre exhausto, siempre con lo inabarcable e inasible en el horizonte…, pero también con los ojos y el espíritu siempre atentos y sobrecogidos por la profunda y contundente experiencia de lo que se está viviendo.

–«Como un jardín sediento sobre la ceniza del cuerpo frío...». ¿Lo suyo es un paréntesis perseguidor y ansioso de quizás nuevos rumbos poéticos?

–Mi vocación es la de seguir avanzando sin tener una meta determinada, un lugar al que llegar. No creo que en poesía se llegue, solo se continúa, se da un paso detrás de otro. Unos han llegado muy lejos, otros nos quedamos mucho más atrás, pero el 'instinto de lo poético' creo que reside en seguir y seguir, hasta donde uno llegue en el empeño, hasta quizá ser un jardín sediento, sí, sobre la ceniza del cuerpo frío, sobre la ceniza de la propia muerte.

–Entre 'La lengua ciega' y este nuevo libro ha transcurrido una década. ¿Los ritmos, pausas y 'rimas' de la escritura y el hombre son más o menos veloces, más o menos lentos, o afloran unísonos?

–En efecto, entre uno y otro libro han transcurrido diez años. 'Los días desiertos' ha ido desarrollándose a su ritmo natural, sin ninguna prisa, tampoco sin grandes pausas. Mis poemas son de eclosión lenta, es cierto, y además están las otras 'partituras' que componen también mi vida. Me refiero a la vida en pareja, las relaciones con familiares y amigos, el trabajo, la actividad académica, el régimen omnímodo de lecturas que me satisface, el tan necesario tiempo invertido en mirar al techo…, y, por supuesto, la vocación literaria que tengo no relacionada necesariamente con la escritura de textos poéticos. Entre 'La lengua ciega' y este he publicado, por ejemplo, tres volúmenes de haikus, una antología poética('Memoria'), una aproximación biográfica a José Luis Castillejo, coordiné 25 números de la revista Arte y parte, he editado las más de mil cartas de la correspondencia de Felipe Boso, y he sido el coeditor literario de tres volúmenes. Sale a casi un libro por año. Reconozco que tengo una tendencia natural a la dispersión, a involucrarme en varias cosas a la vez…, pero también sé que, visto con perspectiva, soy constante, lento pero seguro.

«Hay una necesidad de explorar las posibilidades del lenguaje para nombrar lo que no tiene nombre»

–Uno tiene la impresión de que su libro contiene muchos otros que quedaron detenidos, marginados o aplazados...

–Este es, sin duda, mi mejor libro, el más sólido, el mejor concebido, el que, en mi opinión, mantiene una mayor altura general en sus textos. Es mi libro más maduro, y concretamente hay un poema largo, 'Nocturno blanco en Manhattan', que es lo mejor que he escrito nunca. Este es un libro que marca un antes y, espero, un después en mi escritura. En él puede haber textos exploratorios, es cierto, poemas que tantean nuevos caminos… Pero eso lo dirá el tiempo, el próximo libro, si es que éste llega a existir.

–¿Mantiene una fidelidad a territorios poéticos y culturales con los que ha crecido, o le gusta la traición y la transgresión?

–Uno ha nacido y se ha formado en un contexto geográfico, social, económico y cultural muy determinado. Dichas circunstancias nunca son del todo soslayables. Pero no soy para nada determinista, ahí están la curiosidad, las ganas de seguir aprendiendo, el estudio y las lecturas, el contacto con personas que saben y han vivido mucho más que tú y te muestran caminos, posibilidades, otras realidades… Y, claro, están la intuición, las querencias, la propia experiencia…, y la predisposición a la transgresión. Estoy seguro de que mi disponibilidad a la transgresión es bastante comedida, quizá porque mi aceptado y cultivado 'santanderinismo' ha estabulado en demasía mi ánimo revolucionario. Sin embargo, mis ganas de crecer, conocer, aprender, analizar, estudiar, dialogar, intercambiar… tiene pocos límites.

–¿La obligación del poeta es explorar en lo no dicho?

–Creo que la única obligación del poeta es vivir como tal, con la mirada, la pulsión y el abismo de la poesía, de lo poético, en la raíz de su mismidad. El ser del poeta puede latir, enfocarse, materializarse de muchas maneras. No hay un único camino, nunca lo ha habido.

–En el prólogo Pombo habla de su «nueva elocuencia». ¿Cómo asume esta declaración?

–Con profundo agradecimiento hacia la perspicacia e inteligencia poética de Álvaro. Él ha seguido los últimos años de construcción de 'Los días desiertos', y lo ha hecho con una generosidad que jamás le podré corresponder. Ha leído los poemas, ha hecho sugerencias, me ha comentado sus impresiones, ha iluminado con su increíble intuición posibles significados, posibles lecturas. Y enseguida se percató de que en estos textos hay cierta vocación por una nueva transparencia en el significar, algo que en anteriores entregas importaba mucho menos y jugaba un papel menos decisivo, al menos en comparación con el empeño de ensanchar y jugar en el abismo con el sentido de las palabras, en un intento consciente de dinamitar su uso normalizado, domesticado. De esta 'elocuencia' también se han percatado Pureza Canelo, Amalia Iglesias, Menchu Gutiérrez, Alberto Ruiz de Samaniego, Fernando Gómez Aguilera o, por ejemplo, el filósofo Manuel Fontán, a quienes, entre otros muchos, estaré siempre agradecido por sus lecturas, apuntes y comentarios.

«Solo se continúa, se da un paso detrás de otro. El 'instinto de lo poético' reside en seguir y seguir»

–¿Generacionalmente se está produciendo un cambio de mentalidad en la relación Santander y cultura?

–Sí, y es lógico. Las nuevas generaciones tienen otra forma de entender qué es 'cultura', de concebirla y relacionarse con ella. Por ejemplo, tuve una relación muy intensa con mi abuela materna. Ella nació en 1909, nos separaba por tanto más de medio siglo. Pues bien, sin embargo, los parámetros de comunicación cultural con ella, los referentes con los que podíamos construir nuestros diálogos en torno a algunos libros, música, o películas, eran parecidos. Hablábamos un mismo idioma, podíamos entendernos a pesar de las diferencias ideológicas y de mentalidad. Ahora tengo sobrinos que tienen en torno a los veinte años y los puentes culturales son inexistentes. Compartimos las palabras, pero estas ya no significan lo mismo. Nuestros mundos apenas se tocan. Vivimos en la misma época, pero en estadios culturales completamente distintos. En definitiva, hablamos idiomas distintos, habitamos realidades diferentes, distintos planetas que cohabitan un mismo escenario. Es así.

–Dice Margarit: «Un poema debe tener una primera lectura al alcance del lector menos preparado; si no la tiene, es culpa del poeta siempre», ¿está de acuerdo?

–Qué aburrimiento. Este es un manoseado y cansino debate que está planteado al menos hace ya siglo y medio, y que, además, lo está en todos los lenguajes creativos existentes, desde la novela al cine, pasando por la pintura y la música. Margarit es un respetable y excelente poeta de eso que podría llamarse la 'poesía figurativa', ese tipo de poesía en la que, en efecto, cualquier lector encuentra un significado, reconoce un paisaje, unos protagonistas, unos sucesos, incluso una moraleja o un mensaje. Pero a estas alturas del siglo XXI es ocioso y hasta ridículo debatir en los términos en los que lo hace Margarit. Los conceptos, planteamientos e ideas que respiran en su reflexión habitan un territorio cuya estrechez fue dinamitada, de arriba a abajo, por la historia artística y creativa del siglo XX.

–¿Escribir, en el fondo, es un acto de amor (a sí mismo y a los demás)?

–Más bien relaciono el hecho de escribir con la necesidad. La necesidad de contar una historia, de plantear o explicar unos hechos o unas ideas, o también con la de explorar las posibilidades del lenguaje para nombrar aquello que no tiene nombre, aquello que tal vez ni siquiera existe, pero que, al nombrarlo, se transforma en realidad, es decir, se encarna al menos en idea, en concepto, en presencia/ausencia nombrada. 'Y el verbo se hizo carne…', en esta frase bíblica está concebida toda la esencia de la poesía, la narrativa, la filosofía, la historia, el periodismo…, es decir, de todo aquello que requiere de la palabra, del verbo, para ser.

–¿Su vínculo laboral con el Archivo Lafuente le inspira, le distrae o le complementa la escritura?

–Es evidente que en mi vida hay un antes y un después a mi vinculación, primero afectiva, luego laboral, con José María Lafuente y su archivo. Llevo una década junto a José María, he visto nacer y crecer el archivo tal y como hoy lo conocemos, y la experiencia ha sido fantástica desde todos los puntos de vista, sencillamente increíble. Trabajar en el Archivo supone un continuo aprendizaje gracias al contacto cotidiano y directo con documentos y obras generados por buena parte de los movimientos literarios y artísticos más importantes del siglo XX. Estar en el archivo es verme sometido a un constante flujo de energía creativa que se encauza en estudio, reflexión y lecturas; también en escritura y publicaciones, en exposiciones y relaciones institucionales, en pura labor archivística y trabajo en equipo junto a un joven y fantástico grupo de compañeros, y, por supuesto, en el contacto directo con investigadores y creadores. Gracias al Archivo Lafuente he tenido la fortuna de conocer y tratar a artistas e intelectuales como, entre otros muchos, José Luis Castillejo, Javier Maderuelo, Manuel Borja-Villel, Navarro Baldeweg, Valcárcel Medina, Elena Asins, Eduardo Rincón, Manuel Fontán, Eduardo Arroyo, César Paternosto, Nazario o Pepe Ribas. Solo puedo estar agradecido y muy consciente de mi suerte. Toda esa experiencia vital e intelectual, acumulada a lo largo de una década, está sin duda, de una u otra forma, en la escritura de «Los días desiertos».

–¿González Fuentes, el hombre de la cultura, le ha ganado la partida al González Fuentes poeta?

–El poeta es el hombre de la cultura, y el hombre de la cultura es el poeta. No se entiende el uno sin el otro, y además ninguno de los dos quiere saber de compartimentos estancos, sino de vasos comunicantes. Lo que sin duda ocurre es que el poeta es infinitamente más tímido y secreto, mucho menos visible, y muestra también una decidida querencia por el trabajo en soledad y en silencio. La poesía para él es precisamente algo tan íntimo, tan profundamente enraizado en su propia naturaleza, que solo puede 'darse' en la lógica del apartamiento, y siempre en el borde del abismo de la relación con las palabras y con uno mismo.

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