Si en la era victoriana hubiesen tenido YouTube, quizá habríamos podido escuchar las lecciones que en las aulas de Oxford impartía a ... sus alumnos el historiador Edward Freeman. Ya pasaba de los 60 años cuando, por influencia del primer ministro liberal Gladstone, fue nombrado 'Regius Professor' (que era como decir: «profesor del gobierno») de Historia Moderna. Fallecería ocho años después en España, en Alicante, adonde había acudido para ver restos cartagineses.
Freeman, autor de la célebre fórmula «la historia es política pasada, la política es historia presente», se cuestionó una vez ante sus estudiantes si es exigible que un historiador escriba con buen estilo, o basta con que sea erudito. Con pragmatismo inglés, se respondió que, ya que lo que se escriba deberá estar en algún estilo, mejor que sea bueno, pues se nos juzgará no solo por el contenido, sino también por la forma. «Una narración que es verdadera y aburrida es mejor que una que es falsa y vívida, pero lo óptimo es una narración que reúne precisión de contenido con vigor y elocuencia de estilo», señalaba.
Este de la elocuencia es no solo un problema que le surge al historiador en su estudio de la política del pasado, sino también un asunto que afecta, y de modo aún más importante, al político como autor de la historia presente. Mientras el historiador que no es retóricamente capaz puede contentarse con la erudición, no es tan sencillo para el político eludir la obligación de la elocuencia.
Pues, aun teniendo muchas razones y, en definitiva, mucha razón, el espacio deliberativo de la sociedad contemporánea no le permite argumentaciones eruditas o técnicas. Más fácilmente triunfa, y de hecho casi siempre solo triunfa, aquel que cuela una narración 'false and lively', por decirlo con Freeman, ya que la sobria a nadie interesa y a Morfeo convoca.
Sin embargo, la gobernación real consiste en informes, planes, expedientes y tostones de legislación aburridos a más no poder, pero basados en las dimensiones vivas de la sociedad. Así la retórica da al político el poder, pero luego no le sirve para gobernar, sino solo para excusarse de no haber gobernado, o para presumir de haberlo hecho, aunque si realmente lo hubiese hecho poca retórica necesitaría ya para persuadir a los felices beneficiados. Un superávit de oratoria suele ser signo infalible de un déficit de realidad, pues se llena con ensalada de palabras el plato que no se ha podido llenar con sopa de letras.
En Cantabria somos electores románticos, como corresponde a brumas célticas, y siempre aspiraremos al matrimonio de la elocuencia y la precisión, por improbable que resulte. Por mi parte, estoy con Freeman en preferir, en caso de soltería necesaria, la segunda a la primera. Donde esté una buena sopa de letras calentita…
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