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La Iglesia es una de esas instituciones que desconcierta a cualquiera cuando se asoma a su historia. El año 2013 fue un hito más en ... la impresión de que el catolicismo rompe esquemas y pronósticos. Es lo que sucedió cuando, todavía bajo los efectos de la dimisión de Benedicto XVI, se elige a un septuagenario para sustituirlo. Su perfil se saltaba demasiados patrones. Jorge Bergoglio procedía de las antípodas a la Iglesia romana. Por si fuera poco, era jesuita. El cónclave desestimó la proverbial reticencia que la Compañía de Jesús siempre tuvo a que sus hijos asumieran altas responsabilidades eclesiásticas. Así que, por una razón o por otra, la elección del arzobispo de Buenos Aires fue sorprendente. El mismo Bergoglio estaba convencido de que su momento, si alguna vez lo hubo, había pasado. Pero ocurrió lo que solo en una realidad como la Iglesia puede acontecer: lo inesperado.
El balance de aquella sorpresa es que el pontificado de Francisco ha escrito con estilo propio una página de la historia reciente del catolicismo. Ese estilo ha sido aplaudido fuera de la Ciudad del Vaticano. Nuestro cosmos informativo cotidiano lo reconoció desde el principio. A este Papa se le ha concedido pertenecer al club reducido de personalidades influyentes a tener en cuenta para interpretar qué nos está sucediendo como Humanidad.
El fenómeno Francisco no se entiende sin reparar en la coyuntura única de este inicio del siglo XXI. Como sociedad, carecemos de suficiente sabiduría de respuesta a las preguntas inéditas que suscitan las mutaciones culturales que presenciamos. Reconozcamos que no pocos líderazgos políticos, económicos y culturales, durante los años de su pontificado, han optado frecuentemente por la fragmentación. Se ha infravalorado la potencia del diálogo para afrontar aquello que reclama ser entendido de otro modo. El pensamiento ha sido simplificado para forzarlo a llevar corsés ideológicos polarizados. Los extremismos se han convertido en una respuesta bastante usual, la receta óptima para desbaratar las incertidumbres. La opción ha sido incubar autoritarismos populistas, nacionalismos reactivos, militarismos adormecidos y nihilismos de otros tiempos.
Tampoco la Iglesia ha quedado inmune. Es una comunidad internacional, multirracial y multicultural, tocada por los movimientos de fondo del mundo contemporáneo. Por tal razón, en medio de ese océano proceloso, a muchos gustó la consigna elegida por el nuevo Papa en su exhortación apostólica 'Evangelii gaudium': «Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (EG 1). Lo que anunciaba no era un franciscanismo idílico. Lo demostró al prologar su agenda pastoral con su simbólica salida de Roma a Lampedusa el 8 de julio de 2013. Después efectuaría 106 viajes a 67 países, algunos de ellos descosidos por crisis sistémicas (Palestina, Sri Lanka, Sarajevo, Cuba, República Centroafricana, isla de Lesbos –Grecia–, Bangladés o Myanmar). Quería cruzar fronteras existenciales, deshacer aranceles intangibles de incomunicación y avisar de que las cosas podían ser distintas. La alegría era entonces una manera viable de leer la realidad. Se desmarcaba, de ese modo, del negativismo de quienes preferían liderar con el miedo.
Ese camino hacia fuera de la Iglesia tuvo su versión interna. Buena parte de las energías de liderazgo del Papa Francisco se han gastado en conducir a la Iglesia pacientemente a afrontar su falibilidad. Ese empeño ha escandalizado por suponer que la mismísima cabeza de la Iglesia socavaba su plausibilidad al exponer las incoherencias y contradicciones de sus miembros. No obstante, Francisco solo estaba respetando el guion del Evangelio: la conversión exige, antes que nada, aproximarnos al pecado para, después, desentrañarle un nuevo significado.
Para conseguir todo lo anterior, el Papa que nos ha dejado no escatimó en proyectar a la Iglesia en direcciones muy diversas, pero con un denominador común: un atrevimiento misionero más convencido y pertinente. En esa línea, reenfoca la evangelización ('Evangelii gaudium'); reclama una identidad cristiana más radicalmente fraterna (encíclica 'Fratelli tutti'); e invita a redescubrir la alteridad del mundo creado (encíclica 'Laudato si'). Las tres son cargas de profundidad para salir de la encrucijada tramposa del individualismo personal y colectivo.
La visión que está detrás de este pontificado es la de un mundo que se encuentra abierto. Y si abierto, en proceso. Y si en proceso, susceptible de cambio. En esa apertura en proceso y capaz de cambio debería continuar la Iglesia postFrancisco… Pero eso, otra vez, no se puede predecir. Nos basta, por ahora, con haber conocido a un pontífice que lo ha intentado… aunque fuera inesperado.
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