La derecha se rompe
La crisis en Vox Cantabria, con media Ejecutiva regional dando un portazo a solo mes y medio de las elecciones, ha dejado en evidencia la ... falta de empatía de la dirección de Madrid, en contraste con la elegancia de Emilio del Valle a pesar del revés de imagen que supone la salida de la mitad de su núcleo de confianza. «No es importante porque no van en las listas», lo despachó Espinosa de los Monteros. Además de mentira –se ha ido el candidato de Bezana– refuerza la queja de Pérez-Cosío cuando denunciaba que en Madrid tratan a los dirigentes cántabros como piezas y no como personas. Por el contrario, Del Valle salió el paso de la disidencia lamentando «muchísimo la decisión que han tomado y que comprendo totalmente». Con más o menos aspereza a la hora de asumir errores, parece claro que la derecha cántabra ha heredado los peores hábitos de la izquierda. Las escisiones, las paredes de cristal y las cuchilladas en público –en privado es común a toda la política– siempre han sido monopolio de la izquierda.
En Cantabria hay mil ejemplos del PSOE y de Podemos en la hemeroteca. Pero la derecha había conseguido lavar la ropa en casa históricamente. Muy lejos quedaba el recuerdo de Hormaechea y su ruptura con UPCA cuando el PP reventó, en 2015, dos décadas de buenas apariencias. Todo explotó por la debacle electoral: la pérdida del 29% de los votantes, de siete diputados y de decenas de ayuntamientos encendieron la chispa de una ruptura que sigue encendida. Esta misma semana, la inclusión de Gema Igual como número dos en la candidatura de Buruaga es la última onda expansiva de aquella bomba. El que apretó el botón del pánico entonces fue Íñigo de la Serna, cuya enemistad con Ignacio Diego le llevó a poner en su contra a Buruaga y a desangrar el partido en un Congreso cainita. Y ahora, con su vuelta a la política activa, empeñado en controlar los resortes del partido en Cantabria sin dejar de pisar Madrid, ha removido la sede de Génova hasta que Feijóo ha respaldado el salto de su ahijada política al Parlamento. Con el consiguiente cabreo de Buruaga, que después del capítulo de Ruth Beitia no pensaba que desde Madrid la volvieran a mangonear en su propia casa.
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