Y se hizo la luz
Transcurrió un tiempo de tinieblas en el que se exacerbó la pena, en el que de nuevo hizo su presencia el ahogo y la falta de fuerzas. Y llegaron las vacunas y con ello su salvación
Ya habían transcurrido ocho años en una residencia de mayores, donde ingresó con 82 años, con salud y con enormes ganas de vivir, apostando ... siempre por la esperanza. Su única hija, casada y con un hijo independizado, en un momento en que su marido contrae una enfermedad irreversible, después de dos años de evolución penosa, se ve muy limitada en el ejercicio de su vida, y de acuerdo con su madre toman la decisión de que ingrese en la residencia, no sin profunda pena por parte de ambas. La madre se aleja de la hija y no la podrá ayudar en su dolor, algo esencial para ella, y la hija se separa de su madre, a la vez que la aleja de su casa, de su ambiente, en definitiva de los suyos. Le roba en contra de su voluntad parte de lo que es ella, para situarla en un lugar frío, lejano y carente de la ternura que ella siempre le ha dado.
La hija jamás desconectó de la madre, siempre estuvo pendiente y siempre permaneció emocionalmente a su lado, desplazándose físicamente cuando tenía un momento libre. Así permanecieron cuatro años, tiempo en el que falleció su esposo después de mucho sufrimiento. Reactivamente por el esfuerzo realizado durante años y por la pena doblemente acumulada, ausencia de su madre y el adiós definitivo de su esposo, va a presentar un duelo patológico agudizado, porque no puede traer a su madre a casa.
Surge así un tiempo de dolor y tristeza, retraimiento social y perdida de ganas de vivir, desilusión y cansancio, junto a sentimientos profundos de culpa. Acaricia la posibilidad de un suicidio, se siente vacía, sin contenido alguno, por lo que sin desearlo se aleja de la madre hundiéndose en la soledad más absoluta.
La residencia permitió las visitas. El gesto, la mirada y los movimientos estaban llenos de cariño, de ternura y de esperanza
En este momento acude obligada a la consulta, empujada por su hijo. Sin quererlo, sin desearlo, pues su único deseo en ese momento es el de desaparecer, aunque obviamente siente en ocasiones la necesidad de ayudar a su madre. Puesta en tratamiento, el camino se nos hace pedregoso, lleno de dificultades por su falta de colaboración, pero insistiendo desde una dialéctica con temple y con un tratamiento farmacológico, lentamente fue acercándose a la realidad, amarga, triste y destructora, hasta que con el tiempo la incorporó a su estado, para llegar al final a aceptarla, única forma de poder seguir, y con ello ayudar a su madre.
Hasta casi transcurrido un año, no pudo visitar a su madre, algo que añoraba con todas sus fuerzas. Representó el primer encuentro un empujón vital, por la alegría existencial que sintió. Pensaba, nos comentaba, que jamás la iba a volver a ver, a estar a su lado, a disfrutar con su presencia y, sin embargo, había llegado el día soñado en el que comenzó nuevamente a saborear el disfrute de un acto entrañable.
Tristemente transcurrido un año comenzó la amenaza de pandemia, que si bien al principio nadie entendía y mucho menos suponía de su trascendencia, exigió el cierre de las residencias de mayores, lugares donde incidía con mayor grado de violencia, provocando un número elevado de fallecidos.
Nace así un nuevo periodo de alejamiento, pero éste más peligroso, porque al hecho de no poderla visitar, se unían diariamente las noticias de algún fallecido, por lo que la vida se movía entre la desesperación y la esperanza, desde la necesidad de verla al temor a perderla para siempre, agravándose el cuadro del que seguía siendo tratada.
Transcurrió un tiempo de tinieblas en el que se exacerbó la pena, en el que de nuevo hizo su presencia el ahogo y la falta de fuerzas. Trabajamos juntos, se fue recomponiendo emocionalmente y llegaron las vacunas y con ello su salvación, la luz se había hecho, el túnel se había superado y el nuevo encuentro se iba a producir.
Llego el día, y con él, la satisfacción, la alegría, el bienestar, la serenidad, y la enorme esperanza. La madre había superado todas las dificultades y se encontraba perfectamente. Su nivel cognitivo era aceptable, con lo cual el encuentro deseado durante tanto tiempo, sería el mayor de los premios.
La residencia permitió las visitas para las que estableció cierto control, especialmente por el uso de mascarillas y las distancias adecuadas, además de situarlas en habitaciones ventiladas. Y la hija acudió a ver a su madre. Ésta había sido informada por la dirección de la institución, con lo que su arreglo personal era de fiesta, como su actitud y su expresión. Se encontraron, se situaron a más de dos metros, se miraban sin saber que comentar -tenían tanto en la «mochila»...-, por lo que exclusivamente asistieron a la sonrisa permanente, en la que intercalaban homenajes o lo bien que estaban, más jóvenes, más guapas, con mejor aspecto, y pocas cosas más, porque el gesto, la mirada, los movimientos en la silla..., estaban llenos de cariño, de ternura, de agradecimiento de volverse a ver, y de esperanza.
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