Ricky Rubio
Aquí se nace y se engorda para, en última instancia, caducar irremediablemente
En los bares de Cañadío, epicentro de nuestra jarana, no se atiende a las despedidas de soltero. Los santanderinos anuncian la segregación en vistosos carteles ... y se unen, así, a los establecimientos de León o Salamanca, que también han puesto coto al esperpento. Por este motivo, deduje rápidamente que aquel sujeto de color verde, antenas y desgarbada figura, que parecía perdido a las faldas de Santa Lucía, no era otro joven confuso, martirizado por sus amistades, sino un extraterrestre auténtico, acaso atraído por los baños de ola o la revolución de la FELISA. Tras un breve intercambio de direcciones (no entraré en detalles), el visitante se mostró muy interesado en conocer los entresijos de la vida en la Tierra.
Como soy de letras, pasé por encima de los aspectos biológicos de la cuestión. Le dije que aquí se nace y se engorda para, en última instancia, caducar irremediablemente. Él (o ella, que tampoco intimamos tanto), desconocedor de la muerte y su misterio, mostró gran sorpresa por la naturalidad del comportamiento humano ante la amenaza de un final definitivo. Yo expliqué que, durante muchos miles de años, se cultivó la idea de una vida en el más allá, con felicidad o castigo eternos, en función de los pecados cometidos, pero que ya no se hablaba de eso. «Y, ¿de qué se habla?», preguntó.
De ideología, dije, y de emprendimiento. Ya ni siquiera de la búsqueda de una felicidad sensata. Mucho menos de cultura o filosofía. Has llegado en un muy mal momento. Hay una amenaza latente de aniquilación planetaria que se combate con los nuevos ritos para biempensantes, con costumbres improvisadas que, más bien, parecen trucos para el despiste general.
Cariacontecido, el foráneo insistió: «¿Cómo lo soporta el contribuyente? Imagino que los humanos se consuelan unos a otros». Tampoco. La idea es que uno está solo, que no hay un dios ni nadie que pueda allanar los caminos. Que, únicamente, la fuerza del individuo y su determinación garantizan el progreso; a esto se lo llama prosperar. Y, en este páramo de huérfanos sin moral y sin un garante de la misma, vagamos unos cuantos años –que siempre se hacen cortos– hasta expirar, con suerte, a una edad avanzada, sin demasiada angustia, rodeados de la gente querida. Mientras tanto, quienes conservan la pureza de lo sagrado, tratan de evitar las trampas y las malas compañías. «Esto es verdaderamente heroico», señaló mi interlocutor. No lo sabe usted bien, respondí. Se nos exige la eficacia de la máquina, pero, a menudo, entre la maleza de contradicciones, se escabulle alguna queja, un residuo de los sentimientos antiguos; de la inocencia más allá del éxito.
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