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El filósofo Josep Maria Esquirol está harto de la «demagogia» política durante la pandemia EFE
«Los programas de TV con niños me parecen una forma de violencia»

«Los programas de TV con niños me parecen una forma de violencia»

Josep Maria Esquirol | Filósofo ·

Los shows televisivos de menores que cantan o cocinan le parecen terribles y la destrucción de la intimidad de Rocío Carrasco también. Autor del ensayo 'Humano, más humano', defiende la necesidad de la cordialidad y los cuidados si queremos no perdernos para siempre. Y celebra la aprobación de la ley de eutanasia

antonio arco

Domingo, 4 de abril 2021, 00:20

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Dice Josep Maria Esquirol (Mediona, 1963), filósofo y ensayista de prestigio, premiado en 2015 con el Nacional de Ensayo: «Cantamos para celebrar, y cantamos, también, para no tener miedo: para celebrar las cosas de la vida, y para no tener tanto miedo de la muerte. De ahí que la esencia de la palabra sea el canto y que en toda palabra valiosa palpite, o bien la celebración, o bien el amparo». Sus palabras, lo mismo para hablar del amor o de la muerte, que de inteligencia artificial o del 'show' televisivo que protagoniza Rocío Carrasco, tienden a actuar como una especie de bálsamo: que no adormece, que te ayuda a tomar conciencia. Serenamente. Publica 'Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita'.

- ¿De qué se ha dado cuenta?

- He advertido, todavía un poco más, que hay palabras que nos curan; que cuando se pronuncian cordialmente, cuando se escriben francamente, te ayudan; palabras que están a tu lado. La incertidumbre siempre está delante de nosotros, pero hay algunas palabras que nos hacen bien y que tenemos junto a nosotros.

- ¿Qué palabras?

- Son las palabras que se refieren, básicamente, a las heridas infinitas: vida, muerte, tú y mundo. Palabras que tienen que ver con el abrazo de la vida, con el roce de la muerte, con el regalo del tú y con el asombro del mundo.

- Su nuevo ensayo se lo dedica a su madre, «que me cuidó desde el principio», y a su padre, «que me amparó hasta el final». No puede tener queja.

- [Sonríe, se emociona] Son verbos que remiten a un mismo gesto fundamental, y ambos son igual de radicales, de importantes. Mi imagen más persistente en este punto es la de la intemperie, que es la que todos compartimos. Y experimentándola nos damos cuenta de lo importante que es este acto de cuidar; y, en particular, de amparar, que es una forma de cuidar, de proteger, de abrigar.

- ¿Estamos perdidos si, por lo que sea, renunciamos a ponerlos en práctica?

- Creo que sí porque, en cierto modo, vivir es algo que tiene que ver con orientarnos; vivimos, actuamos, en función de la orientación, del sentido que decidimos dar a nuestra vida. Y lo contrario de la orientación, del sentido, es estar perdido, no saber lo que se está haciendo o hacer cosas que carecen de sentido. Y cuando uno no participa, de algún modo, de estos gestos fundamentales, es que está confundido, perdido.

- ¿Qué herida de las que arrastramos es la que permanece más abierta?

- Estas heridas infinitas de las que hablo, por su propia naturaleza, no pueden no estar abiertas. Uno puede intentar darles la espalda, o evadirse de ellas, pero son surcos en el ser humano; y la mejor manera de responder a estos surcos es cultivarlos. Se trata de acompañar estas heridas y de hacer que la vibración de las mismas se transmita en nuestras acciones. ¿Cuál de estas heridas infinitas es la más abierta? Pues, probablemente, la del amor. Tenemos, por ejemplo, la herida que abre el hijo en la madre, o en el padre. La presencia del hijo es un surco enorme en la madre, y este surco, por suerte, nunca se va a cerrar; al contrario, la pasión de la madre es una pasión eterna por el hijo. Efectivamente, una herida de este tipo puede ser muy mayúscula.

- Dígame qué es un gran error.

- El creerse uno que está por encima de todo, o que lo domina todo, o que puede manejarlo todo, es una confusión respecto a cuál es realmente nuestro lugar. Más bien sucede que somos muy frágiles y, por tanto, tendríamos que ser más humildes; esta especie de coraza prometeica, faraónica, no nos lleva por buen camino. Y eso no significa que no podamos celebrar nuestros poderes técnicos y las mejoras que podemos realizar en la vida humana para que esta sea más justa o más cómoda, pero celebrar lo que llamamos el progreso científico y técnico no tiene que llevarnos a una comprensión prometeica de nosotros mismos porque somos finitos. Estamos todos tocados por la muerte, por la finitud, y responder bien a esta herida es algo que no debemos olvidar.

- ¿Qué nos impide realmente que nos dediquemos a construir en vez de a destruir?

- Ojalá tuviese una respuesta. Interpreto estos extremos, el de construir y el de destruir, no situándolos en el mismo nivel. Lo más genuino, lo más verdadero, es construir, si bien lo que puede suceder, y sucede, es que eso degenere en destrucción. Creo que la destrucción y la inmundicia son degeneraciones. Pero, incluso constatando este drama de las inmundicias del mundo, de las injusticias, incluso así uno no tiene que dejar de pensar que otro horizonte es posible. La generación está ahí también, eso se da, y es mucho más fundamental que cualquier tipo de corrupción.

- ¿Y cuál es su propuesta?

-La clave está en intentar hacer las cosas bien, cada uno en su oficio, en su dedicación, y en hacer el bien. Si uno es profesor, intentar ser un buen profesor; si eres dependiente en un mercado, lo mismo. Seamos amables con la gente, seamos honestos en el trabajo, hagamos bien lo que hacemos. Y si además añadimos la intención de hacer el bien, la mezcla es insuperable. ¿Cómo conseguirlo? Por desgracia, no tengo una receta.

- Habla usted de «la humana dulzura» y de «la inhumana frialdad». Si nos atenemos a los hechos, ¿no sería al contrario?

- Si nos atenemos a algunos hechos, en efecto estaría justificada esta inversión; pero, no lo olvidemos, por suerte hay mucha gente verdaderamente amable, compasiva... Eso es un hecho: por suerte hay mucha buena gente. No tengo duda en esto: mantengo que la mayor humanidad está en la dulzura, y lo contrario está en la indiferencia.

- ¿Celebra usted la reciente aprobación de la ley de eutanasia?

- Sí, celebro la aprobación de esta ley. Me parece que muchos problemas que tienen que ver con la eutanasia son como secundarios, en el sentido de que proceden de una discusión sobre los peligros de la corrupción. Eutanasia significa ayudar a bien morir, y me pregunto: '¿quién puede no estar de acuerdo en ayudar a bien morir?'. No cabe duda de que es un gesto de amparo y de cuidado. Otra cosa es que la legislación en torno a la eutanasia tenga que hacerse muy bien para evitar riesgos de malas prácticas; pero estos riesgos no tienen que hipotecar la bondad del gesto fundamental.

«Tanta demagogia»

- Llevamos meses de pandemia. ¿Qué le está sorprendiendo más?

- Para mal, tanta demagogia, estos discursos de carácter político que son muchas veces propagandísticos. Esto me duele porque es lo de siempre: tratar a los demás como masa, tratar a los demás desde un punto de vista estadístico y con fines electorales. La demagogia siempre es una falta de respeto y un mal que nos hacemos a nosotros mismos. También es cierto que, por desgracia, la demagogia recorre lo mismo épocas de bonanza que otras más críticas, como la actual. ¿Lo positivo? Precisamente esta revelación de que hay gente que trabaja muy bien y que, además, intenta hacer el bien.

- Sostiene que «el gobierno del mundo continúa demasiado lleno de banalidad y de intereses particulares». ¿Podemos hablar de algún plus especial en el caso de nuestro país?

- Cuando miras hacia otras partes ves que esta especie de banalidad en el mundo de la política está, por desgracia, muy repartida. No tengo la sensación de que nosotros seamos en esto peores que otros. Participamos, como muchos otros países, de esta degeneración que tiene ver con una falta de madurez, de respeto y de una vocación verdadera de servicio público. Ni siquiera se trataría de pedir máximos, pero sí de que la gente que se dedica a la política tenga, al menos, un poco de espíritu de servicio. Solo con un poco de este espíritu de servicio las cosas cambiarían un montón. Por otro lado, la superficialidad no es solo un mal exclusivo de la clase política, la encontramos muy extendida en esta sociedad contemporánea. Fíjese: los autores ilustrados sostenían que en el momento en que la mayor parte de la población, o toda ella, tuviera acceso a la cultura, a la educación, a los libros, a la información..., tendríamos una especie de sociedad adulta, de personas más críticas, en el sentido de que examinan mejor las cosas y opinan después de haber reflexionado. Pero no está siendo así: el siglo XX y el XXI en Occidente están mostrando que hay un cierto fracaso de estos ideales ilustrados. Una sociedad banal y evasiva es una sociedad que no es reflexiva y que está a merced de la demagogia, y que no será nunca fraterna porque lo más cómodo es el individualismo o, en todo caso, estar con los demás para sacar provecho de ellos, no para compartir. Sin hablar de máximos, ni de paraísos, realmente está claro que nuestra sociedad es muy banal, impera la ideología del consumo, y evasiva, dada a la huida hacia delante. Recuerde que ya antes de la pandemia se hablaba, por ejemplo, del transhumanismo.

- Millones de personas siguen al detalle el 'show' televisivo que protagoniza Rocío Carrasco y su drama personal.

- Estamos muy desorientados, porque hay cosas muy básicas que no deberían pasarnos desapercibidas. Por ejemplo, nos pasa desapercibido que hay algo que llamamos la intimidad de las personas, e íntimo no solo significa interior, sino también lo más cercano, lo más familiar..; y la característica más evidente de lo más familiar, lo cercano, lo íntimo, lo afectivo, es que está, en cierto modo, cubierto, protegido. Lo íntimo es lo resguardado, aquello que está amparado. ¿Qué es lo que ocurre aquí? Que lo supuestamente íntimo se enfoca de manera total, y eso es una forma de violencia, porque ahí la luz no debería entrar. Si entra, se pervierte esta intimidad y ya es otra cosa. La intimidad de las personas tiene algo de sagrado, no se debería pervertir. A mí, otra de las cosas que a nivel de esta sociedad del espectáculo me escandaliza mucho es cuando se enfoca a la infancia. Estos programas, que son muy frecuentes en los últimos años, de niños que hacen lo que sea, que cantan, que cocinan..., me parecen terribles porque volvemos a lo mismo, a que la infancia necesita protección. La intimidad de los niños y de las niñas es fundamental que sea preservada. Estos programas televisivos me parecen también una forma de violencia.

«Proyectos alucinantes»

- ¿Que expectativas tiene depositadas en esto que llamamos inteligencia artificial?

- Hay avances que son extraordinarios; siempre pongo como ejemplo la existencia de un programa informático que es capaz de ganar una partida de ajedrez al mejor jugador del mundo, algo que no deja de sorprenderme. Pero, junto con esta admiración por el progreso técnico, es preciso discernir muy bien dónde está lo diferente. Una cosa es manejar la información de tal modo que pueda dar pie a proyectos alucinantes, por decirlo de algún modo; y otra pensar que eso es equivalente a lo que llamamos la inteligencia humana, que es otra cosa. El lenguaje debería reflejar esta diferencia y no lo hace, y se habla de inteligencia artificial muy a la ligera. Tanto [José] Ortega [y Gasset], como [Xavier] Zubiri y [María] Zambrano hablaban de la necesidad de no separar inteligencia y afectividad. No es que por una parte esté la inteligencia y por otra la afectividad o la cordialidad, sino que se trata de dos expresiones de la misma raíz. Zubiri se refería al sentir inteligente. Nosotros no solo manejamos información y hacemos sumas, sino que sentimos que hacemos sumas. Estamos afectados por una especie de reflexibilidad involuntaria; no solo hablo, sino que siento que hablo, y este sentir lo empapa todo, lo traspasa todo, y eso es lo específicamente humano. En este sentido, me parece que habría que utilizar el lenguaje de forma más rigurosa y no confundirnos. Lo humano es una hondura no superable; y, además, es que no tiene sentido superarlo porque, si hay algo tan precioso en lo humano, lo más ideal es profundizar en ello y no pretender dejarlo atrás.

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