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Los días que el frío aprieta, Patrito Garnica (Sevilla) recibe a sus clientes frente a una gran chimenea, donde tiene preparada la mesa. El resto ... de los días, un jardín bohemio, con calas y hortensias arrimadas a los viejos muros de piedra, hace las veces de comedor. Hay velas por todos los alféizares de las ventanas. Unas, derretidas y otras aún por encender. Patrito adora cocinar desde que tiene uso de razón. Así, no había más destino para esta andaluza afincada en Cantabria que dedicarse a ello profesionalmente. Su espíritu inquieto, algo aventurero y poco convencional le llevaron a montar la primera escuela de cocina de la región, Ajedrea, casi a la vez que se creaba la Escuela Las Carolinas (años 70). Impulsada por la necesidad de una amiga, el siguiente paso fue un 'catering', que aún mantiene. Y, por último, el Solar de Bujadas en Suesa, una casona que recibe tras un portalón de piedra, cubierto de enredadera, que da paso a un patio, que sirve de distribuidor entre la casa y el jardín. Allí Patrito da de comer. Pero que nadie piense en un restaurante al uso. No existe carta. El menú lo dicta lo que esa mañana haya en el mercado o lo que le ofrezcan los proveedores de la zona. Y en torno a su mesa se cultivan las tradiciones y protocolos del buen comer. Se sigue sirviendo en bandejas de plata, con salseras de porcelana, y entre sus recetas, merluza rellena o 'roast beef' con huevo hilado, y de postre, merengue o tarta de limón. En su casa nunca hay prisa por levantarse de la mesa. La música también ocupa un lugar importante.
–¿Tener que alimentar a cinco hijos tuvo algo que ver en esta pasión por la cocina?
–¡Para nada! Eran malísimos comedores. A mí esto me viene de bien pequeña, de cuando con ocho años me compraban la revista 'Mis chicas'. En la última página siempre venia una receta que yo releía. Mi primera incursión en la cocina fue con una amiga. Estábamos pelando un huevo duro y pensé lo rico que estaría si en lugar de yema y clara, estuviera relleno de un bizcocho. Así que, sin dudarlo, le metimos harina, azúcar, chocolate... e intentamos cocerlo. Fue un desastre.
–¿Qué es el Solar de Bujadas?
–Es una casa que compré junto a mi marido, Javier, que ya no está, hará unos cincuenta años. Eran cuatro piedras, pero yo me propuse restaurarla y poco a poco fue tomando forma. En algún momento, una amiga me habló de una francesa que le encantaba la cocina y que abría su casa tres días a la semana para dar de comer. Cocinaba lo que a ella le apetecía ese día. La idea me encantó. Ella me inspiró para convertir el Solar de Bujadas en un lugar donde la gente viniera a comer, pero no como en un restaurante. Es un lugar para charlar, tomar una copa en el jardín o la chimenea después de comer. O para celebrar una comunión o boda, como si esta fuera su casa. Mi cocina no es como la de un restaurante. La preside una gran mesa, en la que toman forma los platos y también sirve para mis alumnos en las clases puntuales que doy de cocina.
–Bandejas de plata, soperas de porcelana, una persona que sirve la mesa con chaleco de rayas negras y verdes, como antiguamente... Objetos y costumbres que hoy en día cuesta encontrar en las casas. ¿Siente nostalgia de tiempos pasados?
–En mi casa, no. Yo intento que la mesa se sirva bien, que todo esté en su sitio, pero en un ambiente nada rígido. Cuando empecé con el Solar de Bujadas, ¿te puedes creer que no tuve que comprar ni una cuchara? Porque estaba acostumbrada a recibir en mi casa de Santander. Lo que no podía hacer antes era dar una comida para 80 personas sentadas, pero sí en formato de cóctel. Soy consciente de que hoy en día nadie va a recibir así en su casa. He dado cursos de protocolo, que olvidan según salen por la puerta. Pero pienso: ¡algo les quedará!
–Este es su tercer gran proyecto. Antes llegó la primera escuela de cocina de Cantabria. ¿Cómo surgió la idea?
–La fundadora de la escuela de cocina Alambique, de Madrid, Clara María González de Amezua, me inspiró en los años 70 para crear la mía. Mientras hacíamos las obras, me dediqué a conocer otras escuelas en Inglaterra y Francia. Y así creé mi escuela Ajedrea. Mi primera clase fue para los alumnos de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Sólo se apuntó una belga que había comido una vez en su vida paella y era congelada. Tuve que llamar a mis hijas y amigas para que hicieran bulto. Se inventaron hasta quienes eran. Mis hijas lo pasaron pipa y salí del paso como pude. Fueron unos años maravillosos.
–Su 'catering' llegó por casualidad ¿De dónde saca las fuerzas para compaginarlo todo?
–Cuando tenía aún la escuela de cocina una amiga me llama desesperada porque debía dar una cena en casa y me pidió que llevara lo que había preparado en la clase. Le dije que no, que si lo hacía debía de ser algo más riguroso. Así empecé y hasta hoy. En cuanto a las fuerzas, salen de lo que me entusiasma cocinar. Por las mañanas soy como un caballo de carreras, así que las aprovecho al máximo.
–En su casa no todo es gastronomía. La cultura también tiene un lugar preferente.
–Siempre. Di clases de piano desde bien pequeña, aunque nunca me sirvieron de nada... Pero sí para amar la música. De modo que, de manera más o menos regular, organizo los 'Intimissimi', pequeños conciertos en casa que acompaño de un cóctel después. Es una excusa para oír buena música rodeada de gente amiga.
Fue al colegio en Almería, al de la Compañía de María. Durante el bachillerato tuvo una profesara «que me abrió el mundo», Celia Viñas. Se casó y se trasladó a Santander, donde estudió Filología Hispánica a distancia. Después llegaron la Escuela de Cocina Ajedrea y el 'catering'. Entre medias, varios cursos en la UIMP. Incluso escribió un libro sobre comida para celiacos. Ahora dirige el Solar de Bujadas, en la localidad de Suesa.
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