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Interior del convento franciscano de Nuestra Señora de la Esperanza, en Medina de Rioseco.
El Santander soñado

El Santander soñado

Medina de Rioseco, en Valladolid, guarda en su historia llamativas conexiones con la ciudad

David Remartínez

Jueves, 26 de mayo 2016, 08:20

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Imaginen que les dejan entrar por la noche en un convento franciscano del siglo XV. Atraviesan el claustro con la escasa luz que se filtra de la calle, sin apenas distinguir los contornos de la piedra y los árboles, y por un pasillo acceden al interior de la iglesia. Está a oscuras y tan solo unas hileras de pequeñas velas colocadas en el suelo sugieren alguna pista del alrededor. Parece ser una iglesia muy alta, y ancha, pero nada más se ve. De repente, un estruendo. El brusco sonido de una carraca rompe la calma nocturna y el ambiente eclesiástico. Un juglar loco aparece de la nada y comienza a corretear entre el grupo de visitantes agitando su artefacto del demonio y riéndose también como un diablo con cascabeles. A voces, les da la bienvenida como nunca se la volverán a dar en una antigua casa de Dios. Tras ese susto hospitalario, el juglar desaparece y desde la oscuridad comienzan a sonar dos violines. Una luz alumbra una de las antiguas capillas, donde en efecto se revelan dos violinistas, hombre y mujer. Pero con esa breve iluminación, usted ya se da cuenta de que la iglesia en la que se encuentra tuvo ambición de catedral cuando fue edificada.

Todas las iglesias de Medina de Rioseco, provincia de Valladolid, comparten esa misma ambición, porque la localidad fue antaño próspera villa comercial, inmenso granero de cereal y cuna de almirantes. La ciudad de los mil millonarios, la llamaban. Aquí arranca el Canal de Castilla, ese sueño ilustrado de conectar Valladolid con Santander a través de un transporte fluvial al que arruinaron, nada más nacer, el ferrocarril y la sempiterna dificultad orográfica de las montañas cantábricas para construir cualquier infraestructura.

En Rioseco, como la llaman sus lugareños, (pues Medina a secas es Medina del Campo), también ha arrancado esta semana un viaje de los que desde hace años organizan las administraciones públicas locales, en España y en todo el mundo, para difundir sus parabienes turísticos. Se invita a periodistas, escritores, blogueros y gente así, para que vean, coman, aprendan y disfruten, y luego lo cuenten. Y como los viajes solo se pueden contar como experiencia personal, pues de lo contrario son guías o folletos, nos van a permitir que en esta ocasión utilicemos la primera persona del singular para relatar nuestras impresiones. Perdemos respeto profesional con el cambio, pero ganamos algo de sinceridad. Estas minicrónicas de un viaje de dos días y medio estarán además escritas sobre la marcha, sin el reposo que cualquier viaje merece, pero a cambio recogerán la frescura de la inmediatez. O eso espero. En cualquier caso, ya habrá tiempo a la vuelta de proponerles algo más completo.

La descripción que encabeza este texto es parte del montaje teatral de un programa veraniego bautizado como Una noche en el monasterio, que describe de una forma original la historia de Rioseco y de los franciscanos. Impresiona. Con recursos sencillos (luz, música, teatro), el recorrido se convierte en una diversión. Todo español aficionado al turismo interior se ha hinchado a visitar iglesias, pero creo que en ninguna encontrará algo tan entretenido. Porque al terminar e iluminarse el antiguo templo, restaurado en 2007, aparecen bóvedas llenas de calaveras, dos grandes tribunas de yeso esculpidas en el siglo XV que flanquean el coro con imaginería fantasmal (Son anteriores al concilio de Trento, según apunta Miguel García, director del museo), un retablo barroco de los que constituyen las señas de identidad de este lugar y el recuerdo de su bonanza económica, y una exposición de tallas religiosas que no tiene ese ambiente gris de los habituales museos diocesanos. Un detalle: la chica violinista, joven y guapa y que además canta como una soprano, es la farmacéutica del municipio.

Lógicamente, nuestros guías hablan con orgullo de vecino. En Rioseco hay cuatro grandes iglesias, tres monasterios de antiguo poderío, y una Semana Santa reviviendo semejante patrimonio eclesial que compite con el vino de la Ribera del Duero como cartel turístico de Valladolid. La calle principal todavía guarda las columnas de madera que sujetan los soportales de la casan que le dan forma, y su anchura de antigua villa, según dicen, permite por milímetros el tránsito de los pasos procesionales. Lo cual le confiere más espectáculo a una tradición que se fundamenta precisamente en el sufrimiento y el esfuerzo de quienes la celebran.

A mí, sin embargo, me sorprenden más las dos conexiones con Cantabria que me he encontrado en apenas unas horas. En primer lugar, el nacimiento del mencionado Canal del Castilla, por donde se pretendía transportar el cereal en barcazas hasta el puerto de Santander. Pegada a cada orilla discurría una barcaza tirada por mulas desde tierra, una subiendo y otra bajando. Sin embargo, el desarrollo del tren y la carestía del proyecto completo dejaron al canal en Burgos, y a la postre, inutilizado para su utilidad original. A cambio, los agricultores de esta tierra, donde se cultiva peleando contra el secano, ganaron regadío; y los turistas del siglo XXI, la posibilidad de recorrer el cauce por agua o tierra, con distintas propuestas, incluido un albergue para peregrinos del Camino de Santiago. Parecen buenas ideas para restaurar una frustración antigua.

Justo antes de llegar a Valladolid (en tren, por cierto), he leído un artículo de Julio Camba de principios del siglo pasado. Recién llegado de Estados Unidos, Camba se quejaba de que en España todavía no teníamos todavía un ferrocarril en condiciones cuando en Norteamérica las grandes ciudades ya reclamaban un aeropuerto, por ser el transporte del futuro. Me acuerdo del Canal y por supuesto del AVE, ese de mercancías y pasajeros que Asturias, Cantabria y Euskadi reclamaron cada una por su lado. Y así estamos.

La segunda conexión con Santander tiene más chicha anecdótica. De camino a la iglesia de Santa María, desde cuya plaza salen las cofradías en desfile, paramos en una confitería cuya visita está fuera de programa. Quieren que probemos un pastel de hojaldre y crema pastelera que se elabora en el momento para que el relleno no reblandezca el hojaldre. Los pasteles se llaman marinas, pues la confitería fue fundada por León Marina en 1858 y desde entonces lleva por nombre el tal apellido. Desde fuera, el comercio no llama la atención. Adentro, tampoco. O no la llama hasta que allí mismo te comes una marina recién servida. Solo tres personas de la familia conocen la receta. En la tienda se encuentra una de ellas, un tataranieto del fundador, que no suele hablar mucho, según dicen. Sin embargo, con nosotros se explaya, y poco a poco va desgranando una historia alucinante. Resulta que León Marina fue un hijo de los marqueses de Pombo, quienes lo dejaron en un orfanato por haber llegado a este mundo antes de que sus progenitores se hubieran casado como Dios manda. La historia es tan buena que, como todas las anécdotas de los viajes, la contaré por completo cuando haya vuelto y me haya dado tiempo a construir un relato en condiciones. Estén atentos a El Diario.

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