Borrar
Espectaculares vistas de Sonabia desde el Monte Cerredo con el hayedo en primer plano Javier López Orruela
Subimos al Alto de Cerredo

Subimos al Alto de Cerredo

DE RUTA POR... ·

Este collado es ese eterno guardián que vigila los primeros compases de la costa cántabra

SERGIO GARCÍA

Viernes, 2 de agosto 2019, 19:47

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Son apenas 644 metros sobre el nivel del mar, 30 menos que la cumbre del Pagasarri, pero la recompensa supera con creces lo previsto. El collado Cerredo es ese eterno guardián que vigila los primeros compases de la costa cántabra, visible incluso desde Bilbao los días claros, y que sirve de telón de fondo al Serantes, pegado como él al litoral. No es una ascensión difícil, aunque las cuestas y repechos sean compañeros de fatigas hasta que el sendero alcanza un pequeño bosque de pinos, ya con las paredes agrestes de lapiaz a la vista.

Un último esfuerzo serpenteando entre lascas de roca afilada que como una empalizada defienden el pico y el premio en forma de mirador sobre la vasta extensión del océano, a medio camino entre Islares y Cerdigo; la autopista discurriendo ahí abajo, ajenos quienes la recorren al vuelo inerte de los buitres que anidan en las cercanas paredes del Candina, a merced de las corrientes de aire que suben desde Oriñón y empujan con ellas nubes de tormenta.

La ruta ronda los 14 kilómetros y hay varias formas de abordarla, entre ellas la ascensión por Allendelagua y las ruinas de un castillo templario que le dicen de San Antón. La más habitual, sin embargo, parte del corazón de Castro, ya sea del polideportivo Patxi López o del cercano Chorrillo, con los restos primitivos del acueducto romano que se descuelga por la falda de la montaña y que abastecía Flavióbriga allá por los siglos II y III antes de que hérulos y visigodos arrasasen la ciudad. La senda va ganando altura conforme nos adentramos por urbanizaciones que han crecido al calor de la autopista hasta llegar al CEIP Santa Catalina, desde donde un puente sobrevuela la A-8 para discurrir junto al depósito de aguas y una subestación eléctrica.

Una vez allí, y después de haber caminado un trecho en sentido contrario a donde nos dirigimos, el sendero, que domina Brazomar y la entrada de Castro por Sámano y mira de frente las canteras de Santullán, desciende por un bosque tupido hasta llegar a un ramal asfaltado que custodia un paso canadiense. El ganado no es el único habitante del bosque de encinas que atraviesa San Pelayo y los que vienen después, masas de pinos y, sobre todo, de eucaliptos, objeto de una explotación intensiva como demuestran las calvas que se abren en la espesura y las rodadas de camiones. Desde autillos, arrendajos y cárabos, hasta petirrojos y milanos. El eco de las sierras que hienden los troncos despellejados se mezcla con un familiar aroma a vahos en la cocina, mientras el sudor empieza a perlar la frente.

«Todo recto», te dirán. Pero lo cierto es que el camino, que no tarda en volverse de tierra, empieza a sembrar dudas. A los árboles marcados les suceden otros donde la vegetación se ha encargado de cubrir cualquier indicación. Ante la duda, subir. Subir siempre. Porque si nos rendimos a la comodidad y optamos por emprender una pronunciada bajada, dejando a la izquierda un caserío de piedra, estamos errando el tiro, ya que el sendero conduce a la ermita. Comprendemos entonces que debemos volver sobre nuestro pasos y tirar por una curva que antes habíamos descartado por demasiado acusada. Quienes bajan del Cerredo nos confirman entonces que ese es el camino y no otro. Y nos dan una pista: un poco más arriba, la ruta pasa junto a una finca enorme, custodiada asimismo por tres enormes mastines que con sus bostezos parecen empeñados en quitarle hierro al cartel de 'Cuidado con el perro'.

La pendiente es constante y la ruta va ganando altura, rodeada de trinos y masa forestal donde, pese a la primacía del eucaliptos, tampoco faltan robles, castaños, tilos y abedules. Un esfuerzo más y, cuando empezamos a notar que nos falta fuelle, el camino empieza a llanear, dejando a la izquierda un bosque de pinos y descendiendo por la derecha hacia el mar entre brezos y argomas. Las vistas no son todavía sino un tímido anticipo de lo que nos espera, pero desde allí se distingue ya el Puerto de Bilbao, el espigón de Castro y esa cicatriz en el monte que es Saltacaballo. Seguimos con el Cerredo ya a la vista hasta el Ilso Grande, un menhir levantado entre rebaños de vacas a la manera de milario romano, donde se bifurca el camino -el otro ramal sube recto hacia la antena-. Camino entre comillas, porque la cinta de tierra, con un par de postes para servir de referencia, se mezcla con el agua que desciende de la cumbre, formando pequeñas charcas y obligando a saltar de piedra en piedra hasta llegar al murallón.

El asalto final se hace -o al menos eso hizo quien suscribe- por la izquierda, por unos postes de los que cuelgan alambres arrancados y que dan paso a una pradera de un verde jugoso. Al fondo empiezan a menudear las marcas rojas y blancas, algunas devoradas por los líquines que se han pegado a la roca como una segunda piel. Es una zona exigente de lapiaz, surcos calizos de paredes afiladas que perduran como esqueletos que hayan perdido su batalla contra el agua de lluvia. Un esfuerzo más entre rocas que, primero la escarcha y luego la niebla, empapan hasta hacer resbaladizas. La cumbre está ahí, constantemente sobrevolada por bandadas de buitres que despliegan sus alas al viento y parecen solazarse con él. La vista es espectacular: Islares se dibuja ahí abajo, dándole la espalda a la autopista; la lengua de arena de Oriñón recortando el perfil del cabo Cebollero, como un estilete que se hunde en el mar. Como una ballena varada que hubiera escogido morir a la sombra del gigante.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios