Me quema el viento sur. Y me despeina. No me entran jaquecas, pero me irrita pasear por las calles inclinado, luchando por no caerme, o ... zarandeado por olas en la lancha de los Reginas. No me gusta el viento del sur, aunque como dice el himno del Racing, no me impide acudir al campo a animar al equipo, y eso que animar se ha convertido en actividad subversiva, que el progresismo 'democrático', ya se sabe, se construye con vientos de prohibiciones y mordazas.
Pero lo peor del viento sur es el fuego. Por algo el sufrimiento eterno está representado por un infierno incandescente, lugar donde merecen ir quienes queman nuestros bosques avivados por el vendaval. También arde el Santander urbano. No sé cuántos incendios habrá sufrido la ciudad con viento o sin viento. En el siglo XIX he leído que las llamas asolaron varias viviendas del Muelle, o la Casa de los Pombo, en la calle del Martillo, o los Talleres Corcho, en la Rampa Sotileza, que se repetiría en 1924. Lo peor fue el de destrucción de las explosiones del Machichaco (1893), con centenares de muertes, y ya en el siglo XX, el de la estación de Bilbao en la plaza de Las Farolas (1902), prendido en protesta por el trastorno que producían los trenes en la ciudad. Otros fueron el de los almacenes de Leopoldo Pardo, en la calle Castilla (1912), los de la Casa de la Caridad y el Teatro Principal (1915), el del Ateneo de Santander (1917), el del Club Marítimo (1932), provocado por los progresistas de la época, y el más impactante, el que arrasó el corazón de la ciudad en febrero de 1941, sin olvidar el reciente del Museo Municipal de Bellas Artes (2017).
Me siento bombero apagando vientos, pero con ganas de subir a Peña Cabarga para contemplar el bello paisaje que, como consuelo, nos despeja el viento del sur.
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