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Mira que nos habíamos tomado a cachondeo aquello de la Unión Europea de que preparásemos un kit de supervivencia, y al final resultó que llegó ... la emergencia y, como era previsible, nos pilló desprevenidos. O bueno, a algunos no tanto, porque la despensa la teníamos razonablemente llena y, como nacimos en la era pre-digital, todavía tenemos por casa algunos objetos analógicos, de aquella época en la que en lugar de pantallas se utilizaban páginas. Hasta nos quedaba del verano alguna vela antimosquitos, así que estábamos preparados incluso para sobrevivir una noche entera.
Porque, para tragedia, la de los vecinos de al lado, que para las cuatro de la tarde ya habían agotado las baterías de los móviles, los cargadores portátiles y hasta el monopatín; después de una hora de balonazos, empezaron los lamentos: «¡Me aburro! ¡Me aburro!», repetían los adolescentes. ¡Pobres! Qué tiempos les ha tocado vivir. Como diría al día siguiente una mente preclara en las redes, ya está bien de vivir momentos históricos. Por si esta generación no se sentía ya bastante marcada por el confinamiento, ahora les toca vivir un apagón…
Aunque eso de la falta de luces nos afecta a todos, de una u otra manera; en concreto, a mí me está entrando la conspiranoia. Como si fuera un tertuliano televisivo, pero sin cobrar ni nada. Como ellos, sin otra prueba que mi fino e infalible instinto, me ha dado por pensar que de ciberataque ni hablar. Que lo mismo esos quince gigavatios perdidos, en realidad, los tienen las eléctricas escondidos, porque últimamente el precio de la luz estaba en negativo, y así no hay manera de hacer negocio. Ya nos lo decían en el cole: la energía ni se crea ni se destruye, se transforma… En dinero.
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