Turismo, ¿plaga o bendición?
¿Quién le pone el cascabel al gato?
Mis padres apenas viajaron a ningún sitio. Salvo a Burgos en dos ocasiones: para la mili y para una luna de miel de la que ... se trajeron como recuerdo la reja del arado. Después de Aguilar de Campoo y de Bilbao —y fue para entierros—, no pasaron. En cambio, sus hijos y nietos han recorrido un buen puñado de países. Mientras escribo esta columna estoy rodeado de una multitud que gira alrededor del Panteón de Roma, por fuera y por dentro. Móviles en ristre y con claro riesgo cervical, la masa se mueve como un hormiguero bien coordinado.
La democratización del turismo se ha convertido en motivo de debate, de disputa y de enfrentamiento. Las paradojas que nos encontramos son numerosas, y seguramente haya más preguntas que respuestas certeras. El asunto parece haberse ido de las manos. En muchos lugares hemos puesto todos los huevos en la misma cesta, y claro... Nunca hasta ahora había habido en este planeta tanta gente que pudiera viajar por el mundo y disfrutar, de una u otra forma, de sus maravillas. Cada vez es más complicado encontrar un paraíso perdido donde el pie del turista no haya puesto su chancla.
El rechazo al turista, la turismofobia, va en aumento. Quiero pensar que se impugna, en realidad, el modelo de turismo de masas, cuya gestión no se rige ni por el justo medio ni por el sentido común. Lugares como Venecia, Barcelona, París o Roma son buenos ejemplos... o malos. Pero, claro, aquí viene la paradoja: los turistas molestan, los precios de los centros históricos son imposibles y los aborígenes no pueden vivir en ellos. Sin embargo, en mayor o menor medida todos somos turistas, o al menos muchos de nosotros. Seguramente no de Bali, ni de Aspen, ni de Kuala Lumpur, pero sí del pueblo de la familia, de mucho territorio patrio y de alguna escapadita en la que los guiris somos nosotros.
Se reclama un turismo de calidad y sostenible, ¿pero quién le pone el cascabel al gato y cómo? ¿Puede ser de calidad, sostenible y asequible para la plebe? A mí también me gustaría ver en reducida compañía la sonrisa de la moza de Da Vinci, sin codazos ni inhalando perfume «eau de humanité», pero no va a ser posible. O —lo que quizá sea peor—, si en un futuro lo es, seguramente sea porque, de nuevo, el turismo será para unos pocos.
Así que, de momento, seguiremos deambulando por esos mundos, nos sentiremos en ocasiones timados y en otras, avezados exploradores. Caminaremos con el móvil pegado a la nariz y Google Maps en el horizonte. Y, al volver a casa, veremos en efímeras fotos y vídeos lo que no pudimos disfrutar en vivo. Y de nuevo nos quejaremos de tanto dominguero y de tanto guiri. «Turisti ite domum».
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