Mi tío sacaba su cámara y todo lo que nos rodeaba de pronto se volvía exquisito. Hasta el día dejaba de ser un día cualquiera. ... La casa del pueblo cobraba interés. También nosotros. Mis primos. Las bicis viejas. Hasta los perros que no tenían nombre, pero siempre deambulaban por allí, cobraban protagonismo. Si mi tío te apuntaba con el objetivo de su Super-8 te transformabas en una versión genuina. Y el instante cotidiano, nuestra normalidad, se volvía irrepetible. Años después volví a ver con él esas cintas y agradecí que nos grabara, y no por melancolía del tiempo pasado, sino porque grabarnos fue un gesto de amor.
Se ha escrito demasiado sobre el uso desmañado y obsceno que hacemos de las cámaras de nuestros móviles, pero ahora que nos empeñamos en definir y defender —como si fuera lo mismo— qué es la memoria colectiva, la Filmoteca de Cantabria nos da una vez más la opción de reencontrarnos. Y no solo en sus butacas de cine, sino como escenario emocional. Leo a la periodista Rosa Ruiz contar en las páginas de este periódico una historia que tiene que ver con lo que somos: el proyecto que lleva a cabo desde hace cinco años la Filmoteca digitalizando cintas de Super-8 que las familias de la región grababan entre los años 60 y 80. Por el momento, la entidad cultural ha rescatado 900 grabaciones de particulares, y ante el riesgo de que las películas se estropeen o no haya forma de proyectarlas porque se han quedado obsoletas, se garantiza el futuro de su contenido al digitalizarlo. Si los dueños lo autorizan, las cintas pasan a formar parte del archivo de la entidad, donde quedan catalogadas, estudiadas y disponibles para investigadores. Lo que está atesorando la Filmoteca es un coloso de detalles que reivindica el valor que hemos echado a perder con la abundancia. Frente a eso, solo queda esperar que el día de mañana alguien se pregunte cómo fue nuestro presente. Hasta entonces, nos vemos en Super-8.
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