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Los estudiantes catalanes han cortado estos días, en una de las múltiples concentraciones derivadas del desacuerdo con la sentencia del 'procés', la avenida Diagonal de Barcelona. No es ninguna novedad que las geometrías inclinadas y la rebeldía vayan de la mano: desde el barroco hasta el grafiti, pasando por las intersecciones cubistas de los cuadros de Picasso, los ángulos agudos -y también los obtusos- casi siempre han hecho buenas migas con la insumisión. Sin embargo, en estas horas confusas que atraviesan de lado a lado, como lanzas de tiempo afilado, nuestros espacios comunes, los jóvenes no son los únicos que se rebelan. De hecho, me atrevería a decir que la gran arteria de la ciudad condal ni siquiera es la diagonal más relevante de las muchas pendientes resbaladizas por las que se deslizan las luchas simultáneas y entrecruzadas que tienen lugar por estos lares.

Se ha trazado otra diagonal, más amplia y más larga, que une Bilbao con Rota y para en la Puerta del Sol, y que cruza a pie el país entero con miles de jubilados en las calles, peleando por una jubilación digna. La marcha por las pensiones parece un anuncio argentino de Coca-Cola: para ellos, para sus hijos y para sus nietas; para las del norte y para los del sur; para los de derechas y para los de izquierdas. Para todos. Su protesta sí que es un tsunami, porque incluye, porque arrasa con todas las ideologías y porque se construye desde abajo hacia arriba. Los jubilados no sólo nos están dando una lección magistral de resistencia democrática, sino que también nos están regalando un alegato que de verdad defiende la Constitución. No es cosa menor: teniendo en cuenta la alegría con la que se recurre a ella para justificar según qué cosas y lo poco útil que resulta a la hora reclamar derechos, parece que algunos la han leído con prisas. O en diagonal.

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