La fiesta gloriosa
Que vivan las fiestas de Santander. El chupinazo ha sido la señal de salida de la diversión colectiva. Es una carrera de resistencia lúdica. Qué bien que las semanas de fiesta duren once días, que sean largas para que quepa todo: palas, rugby, tiovivos, hinchables, ciclismo, mercados, casetas, gastronomía, artesanía, toros, circo, ferias, fuegos artificiales, desfile de peñas, bolos, talleres… y siempre música y baile para acompañarnos por esos caminos de tradición.
Las fiestas siempre estuvieron vinculadas con devociones de santidad: San Juan, San Pedro, San Roque, San Celedonio, San Emeterio… Pero resulta que las de Santiago no tienen nada que ver con el apóstol, como parece deducirse de la cercanía del 25 de julio. Leo referencias de varios periodistas e historiadores que deducen que estas fiestas se deben a las ganas de divertirse en los últimos días de julio, ganas que se desahogaban con bailes campestres junto a la antigua ermita de los Santos Mártires que estaba adosada a la muralla en lo que hoy sería la Plaza Porticada. Al iniciarse el ensanche de la ciudad, la ermita, su romería y su fiesta fue trasladada al Alto Miranda en 1848, cerca de lo que sería merendero de un vecino llamado Santiago González, donde se celebraban las verbenas que él mismo divulgaba.
El éxito de aquellas fiestas populares animó al Consistorio a aprovechar el nombre de este conocido personaje y ampliar las fiestas cuando sobrevino la Revolución Gloriosa de septiembre de 1868 que provocó el exilio de Isabel II. El 7 de diciembre de ese año el Ayuntamiento aprobó crear una feria de verano en la ciudad entre los días 23 y 28 de julio con corridas de toros, puestos de venta en la Alameda Segunda y exposición de ganados en La Albericia.
Con ese origen de gloria y revolución, estas fiestas tienen más sabor popular. Que la incomodidad de los tumultos se compense con la alegría del jolgorio. Disfrutémoslas.