Noelia, 40 años, dos veces víctima de violencia machista: «No es mala suerte, ocurre más de lo que creemos»
La primera señal, para ella, es la «desconfianza» en una pareja y considera que debería haber «más educación en colegios e institutos» para evitarlo
Cuando una mujer pasa por una situación de violencia de género, «crees que lo que has vivido es lo peor que te puede pasar». Pero ... cuando conoces a más víctimas o vives por segunda vez en tu propia piel una situación así, «tu perspectiva cambia». Noelia (que no desvela su identidad real) ha sido víctima dos veces. Con dos parejas diferentes. «He pasado por esto en dos ocasiones, no es mala suerte, ocurre más de lo que creemos», lamenta. Y precisamente haber pasado por una relación así es lo que la permitió «reconocer las señales la segunda vez». Lo primero en lo que cualquiera se debe fijar es en la «desconfianza». «Cuando tu pareja te controla en exceso, duda de ti o tiene celos, no es porque te quiera o le preocupes», expone. Sin embargo, «no es fácil identificarlo de primeras», por eso cree que «debería haber más educación en colegios e institutos» para evitarlo.
Los límites «son una parte esencial, no dar un 'no' cuando te quiere mirar el teléfono o te pide tu contraseña, abre una brecha que solo se va a hacer más grande». Y así ocurrió en su caso. «Mi primera pareja empezó aislándome, hasta el punto de que estuve dos días encerrada en una casa sin que nadie supiera de mí y no era raro porque me distancié de todo el mundo», confiesa. Noelia cuenta que vivió violencia física y que la manipulación y el maltrato psicológico «pasaron una factura que no voy a poder borrar». Pudo pedir ayuda y trató de superarlo, pero dio, por segunda vez en su vida, con otra relación así. «A los meses de quedarme embarazada vi las señales que me habían enseñado que estaban mal y quise alejarme -relata-. No lo hice y fue peor, acabé denunciándolo y recurrí de nuevo a la protección y terapia psicológica individual y en grupo».
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Noelia se siente segura. «He tenido la suerte de encontrarme con grandes profesionales», dice emocionada, pero no pasa por alto un recuerdo: «Cuando vas a la Comisaría a denunciar te sientes juzgada, el protocolo debería actualizarse porque hacen preguntas absurdas». Por ejemplo, «miden el riesgo en función de si el agresor tiene a su alcance armas blancas. ¿Quién no tiene un cuchillo en su casa?». Una mujer que toma la determinación de denunciar una violencia prolongada, «tiene pruebas, pero muchas inseguridades», así que considera que «los profesionales que nos encontramos (policías, psicólogos, educadores sociales...) tienen que tener vocación para ayudarnos». El sistema de protección que tiene asignado, además de una orden de alejamiento, incluiría una pulsera de localización, pero su agresor no la lleva puesta porque no se sabe dónde está.
De sus dos malas experiencias ha aprendido «mucho». Entre otras cosas, que hace falta mucha más educación en términos de violencia de género: «Todos los jóvenes deberían ver 'La escalera de Pepa y Pepe' para entender lo que está mal». Al fin y al cabo, dice, «todas las víctimas reconocemos lo que no va bien, pero los agresores no son capaces de verlo, creen que sus acciones están justificadas». En los dos casos que vivió era así: «Te pego porque gritas», «no te dejo llevar esa falda porque te quiero»..., enumera. Pero la realidad, a su juicio, «es que ahí comienza el proceso de aislar para después controlar y hacer que toda tu vida gire en torno a él». Porque «la única forma de que una mujer salga de ahí es con ayuda de su círculo, aunque de primeras ella no lo crea».
Clara 40 años
«Fue un conflicto pedir ayuda, tuve que elegir entre el bienestar de mi familia o mi seguridad»
Clara está más que dispuesta a contar lo que la ocurrió solo para evitar que más mujeres pasen por ello. «Viví cosas horribles, que ni siquiera puedo explicar», no para de repetir. Una mujer colombiana que, con inocencia «y sin hacer muchas preguntas», llegó a España en la búsqueda de nuevas oportunidades, «de una vida mejor». Pero lo que menos se esperaba era el bucle de malos tratos en el que iba a entrar al comenzar su nueva vida. No quiere que se sepa su nombre real. Tampoco profundizar en los detalles de la odisea que vivió. Pero hay señales en su forma de expresarse que dan más pistas que cualquier historia.
Emprender una nueva aventura, «lejos de mis hijas y de mi familia», pasa por muchas primeras veces. Entre ellas, conocer gente nueva. La confianza es una de las piezas claves de su historia, según explica: «Llegué a España confiando en una amiga y comencé a trabajar tomando la palabra de las personas que me rodeaban». Con esas novedades, comenzaron las relaciones, los nuevos hábitos y, así, se vio inmersa en una situación que marcó su forma de relacionarse. «Sentía ansiedad, me hice pequeña, me culpé a mí misma mil veces por la inocencia que tuve. Me ha costado mucho no pensar que la culpa era mía y que era tonta», cuenta dolida. La parte más difícil para ella «fue pedir ayuda, me generaba mucho conflicto: tuve que elegir entre el bienestar de mi familia o mi seguridad». La relación en la que estaba Clara y el entorno que la rodeaba era lo que la permitía trabajar y enviar dinero a sus padres e hijas en Colombia. Si elegía su bienestar y pedía ayuda, «no sabía cómo iba a poder seguir enviando sustento o qué trámites tenía que hacer para conseguir la nacionalidad española». Pero tomó la decisión porque «no podía aguantar más, llegué a mi tope».
En su historia, el papel de la Asociación Nueva Vida fue clave. Pero hasta que tomó la determinación de contar su experiencia y pedir ayuda pasó tiempo. «Sentía que confiar en la gente era lo que me había llevado hasta ahí, ¿por qué no desconfiar esta vez?», se pregunta. Sin embargo, con el tiempo lo ve claro; fue «lo mejor que pude hacer». Los mecanismos de la asociación se pusieron en marcha y «en poco tiempo, estaba recibiendo la ayuda psicológica que necesitaba, me proporcionaron un lugar donde vivir y formación en hostelería e informática para tener nuevas oportunidades profesionales, pero también una red de buenas personas en la que sostenerme. Con ellas pude ser yo y salir adelante».
Clara retomó su vida y consiguió avanzar gracias a un trabajo de «años tratando de cambiar mi forma de pensar y de hablarme a mí misma», dejando de culparse por las decisiones que le llevaron al bucle de maltrato. Y ahora, además de «trabajar y hacer una vida normal con mi familia cerca», ayuda a otras mujeres dentro de Nueva Vida. «Compartir lo que yo pasé es beneficioso para mucha gente y, aunque todavía estoy en el proceso de aprender de ciertas situaciones a las que me enfrenté, creo que es la mejor forma de advertir y evitar que más mujeres no sepan cómo salir de ahí», insiste. Porque la falta de información fue parte de lo que desencadenó que su experiencia se alargase: «Si hubiera sabido qué pasos tenía que seguir o a quién podía acudir, sería diferente». Así que si tuviera que dar un consejo a quienes puedan estar pasando por algo parecido, cree que «dejarse aconsejar e informarse puede salvar muchas vidas».
Marina 46 años
«Tengo carácter y ni yo supe que era una mujer maltratada hasta que conté lo que vivía»
No hay un perfil que defina al prototipo de agresor. Pero tampoco a la víctima. Marina, que vino a España de los países del este de Europa a desarrollarse profesionalmente, es una persona «con carácter», diligente y que «he pasado por situaciones tan difíciles que lo que me ocurrió con mi pareja me parecía un problema menor». Tanto es así que ni ella sabía que lo que la estaba pasando tenía que ver con el maltrato. La violencia de género estaba en su vida, pero como no se manifestaba con «la idea que todos tenemos en la cabeza», no fue consciente de lo que le había ocurrido.
«Ni yo supe que era una mujer maltratada hasta que conté lo que vivía», comenta. Desde que llegó a Cantabria y conoció a su pareja estuvo años viviendo bajo su poder económico, «porque no consigo trabajo», y social, «porque hice amigas, pero al principio mi entorno era el mismo que el suyo». Dos formas de condicionarla que ejercía su exmarido sobre ella. Y puede ser, tal y como trata de explicar, por «las dificultades a las que me he enfrentado anteriormente en mi país» por lo que «pensaba que lo que me ocurría era un problema de adultos que debíamos superar juntos».
Discusiones a diario, auditaba lo que hacía, analizaba lo que gastaba... «Como yo vivía en su casa, sentía que él tenía derecho a hacerme esos controles», confiesa Marina. Y trataba de contentarlo: «Pasé a gastar menos en las cosas que me recriminaba, tanto que me quedé casi sin ropa, pero siempre había algo más». Es decir, cuando abordaba uno de los problemas, «aparecía de la nada otro nuevo». Inmersa en esa situación fue pasando el tiempo y tuvieron un hijo en común. «Lo más grave que he vivido fue cuando nos confiscó los pasaportes», lamenta. Ella pasó años normalizando la situación hasta que, una vez terminada la pandemia de covid, tomó la determinación –gracias al apoyo de su madre– de buscar su propia vivienda. «También fue muy difícil para mí, porque mi acento no facilita las cosas», se queja, «pero finalmente conseguí separarme de él». Hicieron vidas distintas, intentaron llevarse bien «por el bienestar del pequeño», pero cada vez que parecía que la situación mejoraba, «me sorprendía con un problema nuevo».
«Solo nos unía nuestro hijo», explica Marina. Aún así pasaron años y «malos momentos» hasta que decidió tomar cartas en el asunto y pedir ayuda: «Preguntando, pidiendo ayuda y sin querer, me encontré con que mi relación no era sana, que era víctima de violencia de género». Es algo «difícil de digerir», sobre todo, cuando quien pide ayuda no sabe identificar lo que le ocurre. Cree que tiene que ver con que «donde yo me crié, los roles de género son muy diferentes». Cuenta que hay actitudes, «como que un hombre abra la puerta del coche o ceda su asiento», que son una cuestión de «caballerosidad y educación». Pero que no son incompatibles con «el respeto hacia las mujeres». Ahora es consciente de que «entré en un bucle que no supe identificar», pero que gracias a la ayuda e información recibidas, «tengo esperanza».
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