El show del '10'
Vicente fue el protagonista de la goleada ante el Ceuta, con unos Campos de Sport que le despidieron con cánticos
Minuto cincuenta en los Campos de Sport. Patapum y vejigazo de la defensa ceutí, como si quisieran cazar gaviotas a cañonazos. Vicente mira al cielo, ... calcula la trayectoria, una caída como de un séptimo piso, y abre los brazos, como si tomara posesión de su espacio vital y más allá. Y luego con el empeine doma los veinte metros de caída del balón, como si fuera la cosa más fácil del mundo. Y entonces la hinchada se rompe las manos aplaudiendo, y la Gradona estrena una nueva canción dedicada al de Derio. Por algo le llaman 'el mago' y, sobre todo, por algo lleva el diez.
Porque un partido de diez, o casi, es lo que firmó un Íñigo más todocampista que nunca, que sería protagonista en ambas áreas, en la mayoría de los goles y pudo haberse llevado un póquer de asistencias, a poco más que hubieran afinado la puntería sus compañeros en los pases de gol que regaló ayer.
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Protagonista, decíamos, en todo lo bueno y en lo poquito negativo de un partido que parecía ganado desde los primeros minutos, con su gol y el de su amigo Asier -esa 'basque-connection' con Villalibre es mortífera para cualquier rival- pero que daría el susto de costumbre, esta vez con un penalti de lo más inocentón del propio Íñigo Vicente. Ocasión que ni pintada para que los críticos se le lancen a la yugular -«para eso, casi es mejor que no defienda», maliciaba algún espectador por la tribuna-, y momento crítico para el equipo, que con el dos a uno anduvo un poco perdido. Tan solo unos minutos antes, el portero Ezkieta le había echado una bronca de antología por despistarse en la marca, y redobló la reprimenda con la pena máxima.
Durante algunos minutos, el diez anduvo rumiando el fallo. Es perfeccionista, se aprecia tras cada error. Ayer la pagó con una botella de plástico en el tiempo muerto; digo, en la pausa de hidratación. Pero los buenos no son de comerse mucho la cabeza; de hecho, nos hizo olvidarlo con una ruleta como para repetirla en el Palacio de Festivales, tres o cuatro pases de fantasía y una jerarquía que cada vez reclama con más rotundidad: caracolea hasta en defensa, se mueve por todo el campo, ayuda a subir el balón o da el último pase... Difícil tener más presencia en un partido.
Para rematarlo, y terminar de enmendar un penalti que se quedó en anécdota intrascendente, suyo sería el tercer gol, en pleno delirio de un racinguismo que vuelve a creer, esta vez sí, que todo es posible. Eso de ver la bandera verdiblanca en los primeros mástiles es toda una invitación a la euforia. A falta de un cuarto de hora, Íñigo Vicente salió vitoreado, mientras volvían a cantarle su cántico. Que tendrán que ensayarlo más, porque desde lejos apenas se entendía. Pero seguro que al futbolista le sonó a música celestial. Porque cada vez hay más competencia, pero sigue siendo, sin discusión, el jugador franquicia, el más rockero de este Racing.
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